viernes, 22 de julio de 2016

¿Por qué los republicanos odian tanto a Hillary Clinton?

“Hillary Clinton debería ser colocada frente al pelotón y fusilada por traición”, declaró Al Baldasaro, delegado republicano, congresista de New Hampshire y asesor del candidato Donald Trump. Lo dijo en la radio; Baldasaro llamó a Clinton “pedazo de basura” por su gestión de la crisis de Bengasi, en Libia, y más tarde confirmó sus declaraciones “sin ninguna duda”. La campaña de Trump se ha desmarcado y Baldasaro está siendo investigado por el servicio secreto.

Su comentario ha cruzado todos los límites, pero no desentona con el clima de profunda hostilidad hacia Hillary Clinton que se respira en la convención republicana de Cleveland. La mayoría de los discursos arremeten contra la demócrata y la audiencia corea sin descanso “Lock her up! Lock her up!” ("¡Enciérrenla!"). Los principales pecados de la política, según los republicanos, son la gestión del asalto al consulado estadounidense en Bengasi y el hecho de haber utilizado su email privado para enviar información clasificada, una bomba política desactivada este mes, in extremis, por el FBI.

La actitud hacia la candidata virtual (tiene que ser confirmada en la convención demócrata la semana que viene) también se nota en las calles. De todo el merchandising que se puede encontrar en Cleveland, el producto más popular, junto a la visera de Trump, es la camiseta negra que dice: “Hillary Clinton a la Cárcel”, y toda una colección de chapas con insultos y comparaciones íntimas de Hillary con Monica Lewinsky.

Un documental llamado “La América de Hillary” está siendo promocionado por Cleveland; el cartel lleva la imagen de Clinton elevando los brazos frente a la muchedumbre. Flotando de fondo está su mirada satánica, pintada de rojo y púrpura como en una película de terror. El antiguo precandidato y ultraconservador, Ben Carson, presente en la convención, relacionó a Hillary Clinton con Lucifer.

“No sé por dónde empezar: ¿con Whitewater, con la fundación Clinton, con la gente que dejó morir en Bengasi?”, dice Janet DeSouza, natural de Cleveland, cuando se le pregunta por qué no le gusta Hillary Clinton. DeSouza porta la imagen de la política en la cárcel. “Creo que ha quebrantado la ley y es parte de la maquinaria política. Ocho años de Obama ¿y ahora cuatro de Hillary? Esto tiene que parar”.

El principal difamador, naturalmente, es el candidato republicano, Donald Trump, que ha sembrado su campaña de acusaciones sin pruebas, como que Clinton utilizó su posición de secretaria de Estado para enriquecerse, y ha montado una página web destinada a desacreditarla. Se llama, en inglés, “Hillary Corrupta y Mentirosa.com”.

Ella tampoco escatima recursos. La campaña de Clinton es, con diferencia, la más abrasiva en lo que respecta los emails. Constantemente llegan docenas y docenas de mensajes llamándote “amigo”, pidiendo dinero y criticando a Trump. Cada vez que se publica una línea negativa sobre el magnate, lo cual es a menudo, te llega un correo de Clinton.

La confrontación política es moneda de cambio en cualquier campaña electoral del mundo, pero el nivel de inquina alcanzado este año en Estados Unidos no tiene precedentes. Según diversas encuestas, en torno al 60% de los estadounidenses “odian o detestan” a Trump o Clinton. Es decir, jamás votarían por ellos. Sólo un 17% de la población dice admirar a la demócrata y apenas un 10% siente admiración por Trump.

Una respuesta clásica de conservador moderado, cuando se le pregunta si votará por Trump, es esta: “Digámoslo así: no quiero ver a Hillary Clinton en la Casa Blanca”. La misma respuesta que da Paul Ryan, líder oficioso republicano, cuando se le pregunta si no le da vergüenza apoyar a Trump y sus medidas polémicas. “Lo último que queremos es un demócrata en la Casa Blanca como Hillary Clinton”, declaró Ryan en junio.

A Clinton le perjudica la corriente de fondo que sacude Estados Unidos: la creciente frustración con la élite política en general, el llamado 'establishment'. Una tendencia que podría explicar el ascenso de Trump y el empuje inesperado del senador de Vermont, el socialista Bernie Sanders. Esta polarización huracanada transforma la vasta experiencia pública de Clinton (ocho años de Primera Dama, otros ocho de senadora y cuatro más de secretaria de Estado) en una carga perjudicial a ojos de muchos votantes.

“Yo apostaba por Bernie”, dice Bix Books, jubilado neoyorquino de barba hasta el pecho. “Pero bueno, habrá que elegir entre los dos males”, añade encogiéndose de hombros.

Otro rasgo en contra de Clinton es su aparente falta de espontaneidad. Ella misma ha reconocido varias veces que no tiene la cercanía política de su marido Bill. Y él ha reconocido recientemente en Nueva York que su mujer no tiene unas dotes comunicativas extraordinarias, pero es muy tenaz, y pasó a catalogar una larga serie de luchas que su mujer libró por todo el Sur en los años setenta.

Quizás sea ese el secreto de Clinton, la enorme capacidad de trabajo (algo que comparte con su rival, Donald Trump) y el talento clásico para mantenerse a flote como un pedazo de corcho en el mar. Una actitud perfectamente contenida en una imagen que dio la vuelta a las redes sociales: en ella se ve a la candidata, compuesta, impasible como un faraón; lleva ocho horas resistiendo el interrogatorio del Congreso acerca del caso Bengasi. De repente, se quita algo del hombro, nadie sabe qué, ¿una pelusilla? ¿Una mosca? Seguramente, algo imaginario.